No hay duda de la utilidad de las palabras. Son imprescindibles, por ejemplo, para hacer una receta de cocina, o para contar cotilleos. También sirven para escribir las crónicas de un reino, o explicar los entresijos del genoma humano. Hay también otras formas de describir tan elaboradas y brillantes como las palabras: así un buen diagrama aclara el diseño de un puente, y una partitura la estructura armónica de una sinfonía. Todas son formas de lenguaje.

Sin embargo, a poco que indaguemos, en seguida llegamos a terrenos en los que las palabras se quedan cortas. ¿Quién puede explicar cómo es un atardecer, o aquella sonrisa apenas esbozada, o el dolor por su pérdida? ¿Cómo hablar de las cosas que realmente importan? Es quimera. Lo único que podemos hacer es acercarnos, rodearlas, señalar algunos hitos, cubrirlas de signos que sean diminutas lucecitas, sonidos que resuenan en la noche.

De este modo, con el revés de esas palabras, vamos haciendo acopio de silencios. Bien entendido que esos huecos, por mucho que los amueblemos con palabras, siempre estarán inevitablemente del otro lado.